Llevaba innumerables veces quejándome de que mis órganos internos se redistribuían por mi cuerpo cada pocos segundos gracias a los golpes inesperados e invisibles provocados por las furiosas velocidades, que nuestro Volkswagen Beetle se empecinaba en mantener sobre las carreteras más desastrosas que jamás había conocido. Más tarde, al caer la noche, pude disfrutar del pánico propiciado por las siluetas que se dibujaban en innumerables fogatas alrededor del camino y que inexorablemente escondían detrás de sus sombras a las personas que, de encontrárnoslas frente a frente, dejarían nuestros cuerpos a la intemperie con algo más que unas simples magulladuras.
Sabía dónde me metía, era perfectamente consciente de que esta era una aventura que no quería correr, ya no era ningún chaval y mi cuerpo y mi experiencia me lanzaban al vacío cómodo y sosegado de mi sofá de piel, cuyo “fru fru” emitido al moverte sobre él era especialmente relajante. Pero mi querido amigo y compañero de fatigas, Bernardo, no necesitó mucho para convencerme, una vez más, de montarnos en su recién adquirido Volkswagen Beetle para participar en esa carrera a la que llaman muy suavemente “Rally Safari”, porque no hace honor al infierno en la jungla que en realidad es.
En 1962 el East African Safari recorría 4950Km atravesando Kenia, Uganda y Tanzania casi sin descanso para comer o dormir, y sabíamos que lo previsible del rally pasaba por momentos de lluvia que dejaba al diluvio en calcetines, polvo capaz de dejar tus ojos como los del conde Drácula, barro que enterraba las ruedas hasta el manto, surcos que nunca cicatrizarían y niebla que había que cortarla con cuchillo y tenedor, y todo esto, subido en coches que circulaban a gran velocidad. También sabíamos perfectamente que lo menos que nos podía pasar era embestir a algún animal, cuyo tamaño podía moverse entre los 270Kg de una cebra, los 1.500Kg de un hipopótamo o hasta las 5 toneladas de un elefante. Lo ya no tan previsible era el peligro que corríamos de emboscadas o sabotajes, aunque llegando a Nairobi en los primeros días de abril, una lluvia de piedras de bienvenida por parte de la población local nos hizo sospechar que la travesía no iba a ser fácil. Mi único consuelo era saber, que este, sí que sí, iba a ser mi último Rally Safari. Al menos hasta el año que viene.
El haber llegado a Nairobi un par de semanas antes del inicio del Rally me permitió conocer la situación política y social que atravesaba Kenia, los hombres blancos, en su mayoría granjeros no se veían con fuerzas para seguir luchando por la tierra y muchos de ellos optaban por recoger los bártulos y abandonar el país. La lucha se definía entre negros y blancos y entre negros y negros. Se vivía el caos con bastante incertidumbre, no en vano, los caciques locales luchaban (literalmente) por su ascenso al poder una vez que se consiguiera la independencia del país. Algo que no ocurriría hasta el año siguiente. John Kenyatta, líder de los terroristas Mau Mau, ya había salido de la cárcel y se postulaba como gran líder político. Desde Mombasa, los barcos llenos de hombres y mujeres blancos partían todos los días en busca de un nuevo comienzo.
Y allí estábamos nosotros, rodeados de los 15 grandes fabricantes de coches más importantes del momento, cuyas banderas, ondeando, rendían homenaje a los 6 países a los que representaban. El despliegue era más que considerable, Mercedes disponía de un pequeño ejército entre mecánicos, pilotos y responsables de equipo, Volkswagen había llevado incluso aviones para monitorizar las rutas de sus coches; el nuestro no, por supuesto, nosotros éramos tan solo unos aventureros locos que venían a “disfrutar” de la carrera desde dentro. En definitiva, 104 coches tomarían la salida el 19 de abril de 1962 y no todos, más bien solo unos pocos elegidos llegarían a la meta. Cruzábamos los dedos por ser uno de ellos.
Todos los coches tenían que estar protegidos por la parte inferior del motor y para ello se equiparon con una placa de acero, a la que acompañaba un chasis reforzado, amortiguadores de alta resistencia, faros supletorios y un escape elevado para sortear los innumerables charcos (o lagunas, según se mire) que se pudieran formar durante las lluvias. La participación de los grandes fabricantes se debía, sobre todo, al aumento de ventas coches cuando estos iban bien a lo largo del rally, quizás no tuvieron en cuenta que ese año el dinero estaba huyendo del país en los bolsillos de los hombres blancos que, en tropel, abandonaban el país.
No disponíamos de notas para abordar las carreteras por las que circulaba el rally, pero mi buen amigo Bernardo conocía a más de un integrante de algún equipo que por un precio módico nos facilitaba una copia de las suyas. Nadie miraba a los equipos pequeños como competencia, de hecho, el comentario general era que no podríamos superar los primeros 1.000 km. Por el momento, nos había permitido superar el primer día y la primera noche solo con nuestros cuerpos magullados y no con el coche destrozado. Algo me asustó mientras comíamos unos suculentos peces conservados dentro de una lata. Un sonido estridente me atravesaba los tímpanos, pero permanecí tranquilo, no era la presencia de un animal salvaje o la de un nativo con malas intenciones lo que interrumpía mi ingesta, sino más bien el claxon de un competidor que había cobrado vida propia y su conductor corría con total frenesí con objeto de apagarlo. Decían que estábamos en una zona poblada de hipopótamos, y estos no tienen fama de ser los mejores amigos del hombre. Lo cierto es que yo no vi ninguno, afortunadamente.
Así que, tras el pequeño incidente, volvíamos a estar en camino. Se nos hizo un mundo el atravesar el tramo Embu-Meru que se eleva a una altitud de casi 3.000 metros alrededor del Monte Kenia con demasiadas curvas cerradas (unas 100), en 158Km. Cuando veías a un comisario, relajabas los esfínteres de alivio. Además, te permitía conocer los lugares dónde podías encontrarte con los expertos lanzadores de rocas que reventaban cristales e incluso herían a alguno de los participantes, también te informaban de dónde éstas amables personas situaban tocones arrancados o grandes rocas con el objetivo de destrozarte la transmisión o los ejes. Al llegar a Igoje fuimos informados de cómo nuestro amigo, Bernard Consten, se había encontrado con una barricada de rocas que su Renault 4L pudo esquivar en el último momento o del socavón astutamente camuflado, que el ganador de dos ediciones, Bill Fritschy, no pudo sortear con su Mercedes Benz 220 SE-B viéndose obligado a abandonar la carrera.
Me preguntaba qué era lo que me atrapaba del Safari, por descontado no era el hambre, el dolor, la falta de sueño o el miedo a ser engullido por algún animal salvaje o por una horda de personas incluso más salvajes, eran escenas como la que se nos presentó tras negociar una curva cerrada, a lo lejos se podía ver la luz de la luna llena cubriendo la punta nevada del monte Kenia a más de 5.000 metros de altura. No pudimos detenernos más de 1 minuto, ya llegábamos tarde al control, pero hacer la parada mereció la pena. Llegamos con casi 20 minutos de retraso, pero pudimos completar la sección dentro del tiempo reglamentado. Atravesando las Tierras Altas Blancas una nueva escena conmovedora decoraba el paisaje alrededor, cafetales se alineaban en los bordes de la carretera y los colonos que todavía permanecían en sus granjas acudían a dar sus ánimos a los coches, armados y temerosos de que no fuéramos los participantes del rally quienes atravesábamos sus tierras y sí los Kiyukus, la banda terrorista local, que aprovechaba cualquier circunstancia para robar, violar o matar. Una crónica más de una muerte anunciada para los colonos blancos. Pero no caían en el desánimo, muchos de ellos nos preguntaban por el coche, nos hablaban de si iba a llover o no, e incluso las mujeres habían instalado cocinas de campo en tiendas para ofrecernos comida o bebida. De hecho, una mujer entrada en años se nos acercó con una gran sonrisa ofreciéndose a cocinarnos unos huevos: “Solo me llevará un minuto”. Los colonos nos comentaban que pronto partirían a otros lugares, algunos se daban de plazo una cosecha más. Mis caramelos acabaron en los bolsillos de algunos niños que nos miraban con una mezcla de curiosidad, admiración y asombro.
Pasado el control de Nanyuki a unos 100Km, junto a las cataratas de Thomson, en Nyahururu, otra mujer nos sirvió un gran plato de estofado de sabe dios qué, mientras nos comentaba que pronto partirían, no tenían ganas de volver a ser atacados por los Kiyukus y tenían la certeza de que pronto el país estaría gobernado por los grupos terroristas. Cerca del bosque de bambú de Aberdare, se podían ver varias granjas abandonadas, luego supimos que el lugar estaba infestado de bandidos Mau Mau, que se hacían llamar “Ejército de la libertad de la tierra”. Nunca supimos si realmente liberaron la tierra, pero lo que sí sabemos es que se llevaron por delante alguna que otra familia.
Una vez llegados a la frontera de Uganda pudimos disfrutar de la majestuosa presencia del Monte Elgon, cuya altura de más de 4.200 metros se mostraba con una corona de nubes, sin embargo, el deleite fue muy breve, todas las piedras del ancho mundo se habían puesto de acuerdo para depositarse sobre y bajo el camino, nuestro ya no muy rimbombante Volkswagen Beetle no era capaz de sortearlas amablemente y nos agasajaba en cada bache, con cada piedra y en cada salto. En mi mente se establecía el espíritu de un faquir, pero mi cuerpo me recordaba, a cada segundo, que eso era algo que solo ocurría en mi mente. Al llegar al control, era tal la vibración que todavía me sentía capaz de agitar un jarabe sin moverme.
Habiendo superado Bukwa, nuestras notas, esas que nos habían vendido baratitas tan amablemente, mostraban un único mensaje para los próximos 32Km “Camino en pésimas condiciones”. Cierto, poco detallado pero contundente. Si la subida al monte Elgon había sido un infierno, en la bajada, la palabra infierno tomaba una nueva dimensión. No sabría cómo describir lo que ocurrió allí, pero de clavarme todas las rocas de aquello a lo que llamaban carretera pasé a estar de barro, literalmente hasta las orejas, de las veces que tuvimos que sacar el coche del viscoso y pegajoso elemento, atravesamos corrientes de agua, nos encontramos con John Manussis y Bill Coleridge, vencedores de la edición anterior, cuyo Volkswagen Beetle oficial parecía haber llegado de la segunda guerra mundial con el cárter fuera del coche. Tuve la osadía de preguntar si podíamos ir un poco más despacio y Bernardo con una sonrisa me contestó que si bajábamos de 15Km/h el coche se pararía, lo gracioso del asunto es que la organización, ese ente tan organizado, nos decía que era un tramo de 80Km/h. ¡Qué cachondos!
Una vez dejado atrás el Monte Elgon, tomamos una curva y nos encontramos con una roca enorme en el medio de la carretera. Menos mal que no íbamos a 80Km/h y pudimos esquivarla, pero justo después, un tocón sospechosamente colocado se nos echaba encima. Bernardo pudo dar un volantazo y lo esquivamos. Sí, lo esquivamos, pero golpeamos de costado con una roca y el motor se detuvo. Conseguimos arrancarlo y continuar, pero el motor se quejaba con un melancólico grito de agonía. Bernardo detuvo el coche y martillo en mano comenzó cual herrero a golpear repetidamente una de las llantas para dejarla operativa, después me miró fijamente y me dijo,” tenemos que encontrar un taller”. A todo esto, hombres negros, habitantes de una aldea próxima se arremolinaban impasibles alrededor del coche. Ni hacían, ni decían nada, solo les faltaban las pipas.
Unos kilómetros después y más de media hora mediante, uno de los amortiguadores decía basta y el coche comenzaba a aullar de manera sobrenatural, ningún animal hubiera osado acercarse a nuestro coche. Cada vez, más y más nativos bordeaban la carretera y había peligro de atropellar a alguno, lo que podría suponer una muerte rápida, no solo para el pobre hombre, si no para nosotros también. La policía de Nairobi aconsejaba no parar el coche cuando hubiera mucho gentío alrededor si queríamos acabar con todos nuestros miembros en su sitio, pero esto era Uganda y se decía que era incluso peor… Había mucha tensión, las manos se me movían hacia los pangas involuntariamente, pero Bernardo me miraba negando con la cabeza, “Los vas a provocar, no pasará nada.”
Bernardo insistía en que debíamos encontrar un taller lo antes posible, a nuestro Volkswagen Beetle le subía la fiebre cada vez más.
Fue como un milagro. Solo le faltaba el cartel luminoso.
Al llegar a Tororo, a la derecha del camino encontramos un garaje, taller o ¡vaya usted a saber! que nos pudo proporcionar las piezas que necesitábamos para continuar. En alguna de las cajas, de donde el bueno del propietario sacaba las piezas, se leía Volkswagen con una claridad meridiana, señal inequívoca de la corta edad de los repuestos. Nosotros no preguntamos, pero sabíamos perfectamente que eran piezas que se “habían caído” de algún vehículo de asistencia. La verdad es que no nos vimos obligados a preguntar y seguimos nuestro camino sin mayor dilación, eso sí, después de abonar cada uno de los recambios a precio “del mercado actual”. Esto nos permitió llegar a Nairobi con nuestro Volkswagen Beetle, no muy católico, pero sí lo suficientemente apañado para poder clasificarnos para acceder a disputar la segunda etapa del rally, cuyo requisito era no llegar a más de 5 horas de distancia del líder.
Nos dio tiempo a darnos un baño, creo que la única parte del cuerpo que no me dolía era el ombligo. La idea era darse un baño reparador, cuando salí del agua noté que el ombligo también me dolía. Bernardo fue a poner el coche a punto y yo aproveché para preguntar cómo iba la carrera. Pat Moss, hermana de Sterling Moss junto con Ann Wisdom- Riley sobre un Saab 96 comandaban seguidas de cerca de Tommy Fjastad y Bernard Schmider sobre el Volkswagen Beetle oficial. Pero todavía quedaba mucha carrera y el estado de los coches no era el mismo que cuando partimos de Nairobi.
Con el coche ya revisado y después de cinco horas de sueño nos pusimos en marcha para recorrer la segunda etapa del rally con el convencimiento de que no podía ser peor que la primera: “Todavía nos quedan más de 2.800Km” me dije cuando el coche empezó a botar nuevamente. Mi convencimiento no duró mucho… ¡Malditos bichos! De camino al sur, después de atravesar una llanura, en Mbulu, nos desviamos por una carretera con bastantes curvas que desembocaba en una explanada donde una enorme manada de ñus descansaba plácidamente. Oír el claxon de nuestro Volkswagen Beetle los despertó de su letargo y comenzaron a correr, por un momento noté cómo mi entrepierna subía por dentro de mi cuerpo hacia mi cuello, pero gracias a dios los enormes y sanguinarios ciervos de la sabana echaron a correr en otra dirección, permitiéndonos atravesar la llanura muy en silencio y a toda velocidad. Descubrimos que la huida de los ñus no se debía al estridente sonido de nuestro claxon, sino más bien a la presencia de unos invitados no esperados de color marrón cuyas mandíbulas y zarpas conseguían hacer temblar a cualquiera, así que el salir de allí lo más rápido posible fue todo un acierto de navegación.
Y llegó el barro.
Pasada la medianoche, Zeus decidió mandarnos todas las tormentas que no había enviado desde que decidió encerrar a los titanes en el tártaro y la tierra no tardó en convertirse en el barro con el que Imedio fabrica sus pegamentos, pasamos junto a varios coches medio enterrados y pudimos ayudarlos, luego nos ayudaron a nosotros cuando una de nuestras ruedas decidió escarbar la tierra en una vana búsqueda de tracción. De los participantes que quedaban en carrera, unos 85, catorce se quedaron en aquel barrizal y creo que, aunque pasen cien años, seguirán allí. Nos llevó más de una hora atravesar el fango, cubiertos de barro y de sudor, parecíamos dos croquetas aceitosas. Recuerdo que pensé en la inutilidad del baño “reparador” del día anterior. La lluvia caía sin descanso y cada vez la visibilidad era menor. En medio del barrizal, la lluvia se transformó en una niebla espesa donde el concepto de opacidad llegaba a su máxima expresión, no cabía ni un poro, Bernardo se frotaba los ojos una y otra vez con la ilusoria esperanza de poder atravesarla con su vista. Los faros se hacían inútiles ante tamaño espesor y tratamos de ir lo más despacio posible para no chocar con nada.
Al final, nos perdimos y nos tuvimos que detener. El camino no estaba claro y bajé del nuestro querido Volkswagen Beetle para buscar la ruta entre el barro y la niebla. Si hubiéramos parado 3 metros más tarde habríamos caído por un precipicio de una altura de las que te hacen pensar. Pudimos echar marcha atrás y encontrar el camino nuevamente entre los surcos de otros corredores. Avanzar dos metros era llenarse de barro hasta el techo. Fortuna nos envió un saludo en forma de dos pinchazos, Bernardo consiguió arreglar una de las ruedas y la segunda fue por gentileza del propietario del taller de Tororo. Gran idea la de Bernardo la de comprar otra más de la que llevábamos. El motor gritaba como un cochino que va al matadero y un “clon clon” nos decía que sus soportes no estaban en su mejor momento. Los flamantes amortiguadores que habíamos comprado fallaron, pero seguíamos pasando coches que estaban en peor situación que nuestro Volkswagen Beetle, Adelantamos un Ford Zodiac MK3 que mostraba con orgullo su radiador, eso sí sobre su techo, o un Ford Anglia 105E con un eje destrozado. Si hubiera llevado sombrero me lo hubiera quitado en actitud de respeto hacia los coches fallecidos.
Nuestro Volkwagen Beetle peleaba incesantemente por permanecer en carrera, dos veces nos quedamos empantanados y dos veces tuvimos que aflojar nuestras carteras para que los nativos nos ayudaran a sacar el coche del barro, aquí sí que sabían hacer negocios. Cuando conseguimos llegar a una parte asfaltada, “alabado sea dios”, la potencia de nuestro motor resurgió de sus cenizas y nuestro Beetle comenzó a coger velocidad. Conseguimos avanzar bastantes kilómetros con facilidad y cuando nuestros cuerpos comenzaban a adaptarse a la nueva comodidad la carrera nos regaló nuevas sorpresas. No sé quién fue antes, el parachoques o el leopardo que se nos cruzó delante, el caso es que el animal no salió indemne del golpe que se llevó de propina por cruzar sin mirar. Di gracias a la habilidad al volante de Bernardo, quien después del accidente fue capaz de frenar el coche sin salirse de la carretera. Sin embargo, el animal que corría delante del leopardo y que nos sorteó de milagro, no se detuvo a hacer lo propio. Corrimos a revisar los daños, solo un faro supletorio había desaparecido y un nuevo abollón decoraba nuestro capó, cuya apariencia estaba cada vez más lejos de parecerse a la de un Volkswagen Beetle.
Y llegamos al último día antes del final del rally, cuatro días llevábamos en el infierno del Safari y ya nos quedaba solo un último esfuerzo, pero no fue suficiente, Bernardo llevaba más de dos días sin dormir, el precio pagado por las lluvias, el barro, la niebla y la fauna se estaba cobrando. Fuimos a adelantar a un matatus y de repente apareció otro justo de frente. Bernardo solo tuvo el tiempo suficiente para esquivarlo saliendo del camino, pero acabamos arrojándonos sobre el tronco de un árbol caído y destrozando lo que quedaba del Beetle. Lo irónico es que vas a un rally a África y después de superar el 80% de la carrera entre miles de elementos que te odian, acabas evitando, milagro mediante, dos matatus, ¡Dos! para terminar con tu coche destrozado en un árbol que no debería estar allí. Estoy convencido que no ha habido dos matatus juntos en toda la historia de Kenia. Ni en las cocheras.
Nos encontrábamos a unos 40 kilómetros de la civilización y dejé a Bernardo dentro del coche, pangas en mano, por si acaso… Después de varios kilómetros andando, desolado, y cruzarme con muchos nativos que me miraban, entre curiosos, desconfiados e incluso amenazantes, topé con un Land Rover de la organización que se prestó amablemente a ayudarnos. De camino al coche le pregunté al conductor sobre los nativos con los que me había cruzado y me contestó que habíamos tenido suerte, porque en esta zona eran amigables, si hubiera sido en el tramo Sindeni a Muheza, probablemente nos habrían robado a nosotros, el coche, o algo peor…
Y aunque para nosotros ese árbol supuso el final de nuestra aventura, la carrera seguía adelante. Pat Moss continuaba liderando la carrera, pero mientras circulaba a unos 75Km/h embistió a un antílope que dejó el coche boca abajo, rompiéndole los faros, presionando la correa del ventilador contra el motor y dañando el distribuidor, 11 minutos tardaron en darle la vuelta al coche y ponerlo en marcha, tiempo suficiente para que el Volkswagen Beetle de Fjastad la rebasara y detrás de él el Peugeot 404 del polaco Zbigniew Nowicki y del inglés Paddy Cliff. Al final, Pat Moss consiguió cruzar la meta por detrás, ocupando la tercera posición. No conseguimos llegar a tiempo para ver la celebración, pero nos enteramos de que Tommy Fjastad y Bernhard Schmider habían conseguido la victoria a bordo de su Volkswagen Beetle oficial. Para nosotros, la victoria hubiera sido llegar a Nairobi, aunque fuera empujando el coche, lástima que no fue así.
Cansado, magullado y triste volví a Madrid convencido de que sería esta mi última participación en el Rally Safari. O no…
La última Vuelta
Este Volkswagen Beetle que venció en el Rally Safari de 1962 al volante de Tommy Fjastad y Bernhard Schmider fue reproducido por Superslot hace tiempo con grandes luces y grandes sombras. Luces, las habituales de la marca británica, buena pintura, tampografía, cotas, detalles, etc., pero es imperdonable que el modelo no luzca los dos faros supletorios sobre el capó, aunque los espejos se incluyan en la urna en una bolsita aparte. También sobran los cascos de los pilotos y más decoración en el interior. Creo que las fotos lo dicen todo.
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